Reflexiones psicoanalíticas

La semana pasada, en una noche de insomnio, se me ocurrió mirar atrás y pensar que a lo largo de mi vida he sido diferentes personas, de alguna de las cuales no estoy nada satisfecho. Etapas marcadas por una inseguridad y un desconcierto que no sabía identificar y que me condujeron a cometer errores de comportamiento y de juicio que ahora lamento.

Una de las cosas que me inquieta a menudo es la imposibilidad de saber con certeza cómo sienten la existencia los demás, qué sensaciones les provoca el hecho de vivir; me gustaría averiguar si su experiencia vital es parecida a la mía, marcada por las dudas que me han acompañado desde muy joven, o si, al contrario, han tenido claro quiénes son y qué quieren desde el principio. A mí, saber esto, quien soy y hacia dónde debo dirigirme, me ha costado mucho. Y a pesar de que con el tiempo he ido progresando, aún vivo con congoja determinados aspectos del presente que plantean alternativas de actitud y de comportamiento.

Con frecuencia veo a personas plantadas en el mundo con una seguridad envidiable, que, actúen como actúen, lo hacen con plena conciencia y con la tranquilidad de hacerlo conformes a su naturaleza. Yo nunca he tenido este convencimiento, siempre me he visto incapaz de adquirir un compromiso firme y no sentir el desasosiego que, para mí, esto representa; incluso la paternidad, que para todo el mundo es una satisfacción, a mí me planteó angustias en su momento y me las sigue planteando al no saber si mi comportamiento para con mi hijo es el que corresponde, si soy como él espera o si lo decepciono.

Tengo el convencimiento que he madurado muy despacio y siguiendo un camino tortuoso, que lo que otros han hecho en tres, yo he hecho en seis y a tientas, sin un designio claro que me haya permitido alcanzar una personalidad sólida que no tenga que cuestionar porque fluye de mi interior con naturalidad y convicción. Esto quiere decir adquirir un conocimiento de uno mismo que establece límites, tanto físicos como emocionales.

Bien, pues, a pesar de los años con los que ya cargo, todavía siento que me muevo por terrenos poco consolidados, en los que las contradicciones son lo bastante evidentes como para padecerlas. Quizás he aprendido a dejarlas de lado con rapidez, pero no puedo evitar que se planteen, me llenen de tinieblas y viva momentos de ofuscación.

He pasado por etapas de un egoísmo que me avergüenza, porque me ha hecho insensible al dolor que causaba. He envidiado y he descalificado sin ningún motivo, simplemente por razones surgidas de mi interior más oscuro; he sido caprichoso con mis antipatías y estoy seguro que he errado infinidad de veces; me he mostrado receloso y hermético con personas que no lo merecían y que me ofrecían su amistad; he pecado de orgullo estúpidamente y he buscado refugio en un yo envenenado por una carga viral heredada, que he tenido que neutralizar a base de experiencia y reflexión.

Quizás por eso me ha costado tanto comprender que en este ejercicio de vivir todo el mundo hace lo que puede y que comprensión y tolerancia son los mejores objetivos a alcanzar, a pesar de que la sociedad te empuje en sentido contrario al valorar más el éxito que la honestidad, la apariencia más que la esencia.

Afortunadamente, hay infinidad de caminos para conseguir una plenitud bienintencionada; solo hace falta encontrar el tuyo. Y para hacerlo, nunca es tarde.

Persevero.