Voces de Chernóbil, de Svetlana Aleksiévich

He tardado tres meses en leerlo; de julio a setiembre. ¿La razón? Tenía que dejarlo, no podía soportar tanto dolor vertido en aquellas páginas y lo tenía que cerrar y leer otra cosa. Había monólogos –porque la obra se compone de un puñado de monólogos de personas que vivieron directamente la catástrofe de Chernóbil– que me dejaban aturdido y con una sensación de abatimiento demoledora. Sentir una y otra vez narrar la tragedia, siempre bajo miradas distintas, porque todos somos distintos, lo somos nosotros, lo es nuestra mirada sobre el mundo y lo son nuestras vidas, era la confirmación de una intuición: vagamos por el espacio infinito sin rumbo ni cordura, actuamos con una ceguera estúpida, nuestra inteligencia está limitada por el egoísmo más feroz, y, a escala de especie, nos comportamos como descerebrados. Un gusano, desde su irracionalidad, es incapaz de actuar contra sí mismo; nosotros, desde la racionalidad, sí que lo hacemos. Chernóbil es la prueba más evidente.

 En Chernóbil falló todo: la sociedad, la tecnología y el ser humano; en Chernóbil falló la civilización, antigua y moderna, la civilización entera en todo su recorrido a lo largo de la prehistoria y la historia hasta aquel 26 de abril de 1986. Un cúmulo inevitable de desaciertos –inevitable porque el desacierto forma parte de nosotros– condujo a la explosión del reactor número 4 de la central nuclear de Chernóbil y se desencadenó un proceso natural de consecuencias devastadoras. Natural porque la radiación es natural, y todas las reacciones que se producen cuando nos exponemos a ella también lo son; lo que no es natural es que seamos nosotros mismos los que provoquemos la aparición de una radiación mortal, capaz de acabar con la vida de centenares de miles de personas y dejar vastos territorios contaminados durante centenares de miles de años. O quizás sí que lo es, lamentablemente.

Svetlana Aleksiévich es bielorrusa y ella y su familia vivieron muy de cerca la catástrofe y sus consecuencias: la confusión de los primeros momentos, el engaño de las autoridades, las enfermedades y la muerte, el sufrimiento de miles y miles de personas que veían como de la noche a la mañana lo perdían todo –casa, familiares, amigos y territorio– y finalmente, el fracaso de todo un modelo de sociedad. Porque Chernóbil fue la culminación del deterioro moral y social del comunismo soviético y su hundimiento definitivo. Chernóbil significa la crisis de una utopía que anidó en el ideario del siglo XX y que, antes de que el siglo terminase, se manifiesta como un fracaso desmoralizador. Desmoralizador porque una vez más se pone en evidencia nuestra incapacidad por convertir las utopías en realidades que hagan avanzar la civilización hacia la meta del bienestar general, un bienestar que nos abrace a todos sin distinción de sexo, razas y condición. El ensayo salió mal. Volvamos a empezar. Entretanto, la situación es la que es. Las desigualdades se acentúan, la violencia nos penetra y nos arrastra a la barbarie y nos devoramos los unos a los otros como fieras en la selva. Ciertamente hay acciones heroicas, individuos que generosamente se sacrifican por la comunidad –los hubo en Chernóbil y los hay en todas partes a diario. ¿Pero de qué sirve el sacrificio de algunos cuando quien traza el camino, quien arrastra a las masas, ciego de futuro, las arroja al abismo?

Voces de Chernóbil es un libro lleno de dolor y que hace sufrir, pero también es un libro que nos muestra el ser humano en toda su grandeza y miseria y que ayuda a conocernos y a saber dónde estamos y qué tenemos delante. Es un libro que, a pesar de la congoja y la reiteración –en realidad lo que leemos son variaciones sobre un mismo tema–, vale la pena leer por la experiencia personal que reporta, porque no tan solo nos proporciona conocimiento sino que estimula el pensamiento y nos enriquece. Y acabo con una frase, no de Svetlana Aleksiévich, como correspondería, sino de Antoine Saint-Exupéry. En Piloto de guerra el autor francés dice: “Una mala literatura nos ha hablado de la necesidad de evasión. Es cierto que se huye para buscar la extensión (interior). Pero la extensión no se encuentra. Se funda. Y la evasión no lleva nunca a ninguna parte.”

Por su obra original, lúcida y valiente, Svetlana Aleksiévich ha obtenido el Premio Nobel de Literatura del año 2015. Actualmente reside en Minsk, la capital de Bielorrusia, pero del año 2000 al 2011 tuvo que vivir exiliada en Paris, Göteborg y Berlín huyendo de la persecución del régimen del presidente Aleksandr Lukashenko.