Joan Riedweg, un jazzman de la imagen

Él

Estaba igual. Había engordado, había perdido pelo, el tiempo empezaba a dibujar algunos surcos en su rostro, pero seguía siendo el Joan que había conocido casi treinta años atrás. La misma mirada brillante, la sonrisa tímida, que no se acababa de mostrar, el gesto ligeramente crispado; el mismo entusiasmo. Y nos pusimos a hablar de lo que habíamos hecho durante los veintisiete años que no nos veíamos. Nos conocimos cuando los dos trabajábamos en una de las primeras empresas de vídeo. Él tenía veintipocos años; yo algunos más. Hacía de comercial, a pasar de que su interés por estar en la empresa era para realizar. Pero el gerente, un iluminado que tomaba las decisiones empresariales consultando el I Ching, cada vez que lo veía detrás de una cámara o ante una mesa de edición lo mandaba a gritos a la calle. “¿Qué haces aquí? Venga, fuera, a la calle, a vender.” Y Joan, con la resignación propia de su buen carácter, callaba, se ponía la americana, se subía el nudo de la corbata y salía a la calle a vender producciones de vídeo. Alguien que no fuese él habría mandado al gerente y a la empresa a paseo o habría renunciado a su aspiración. Pero él no, resistía. Y a pesar de no reunir ninguna de las aptitudes propias de un buen vendedor, vendía. Su conocimiento del producto y su honestidad convencían a los clientes. También es cierto que era un joven apuesto, que llevaba a las secretarias de cabeza, y eso le abría muchas puertas, sobre todo en las agencias de publicidad, en donde la estética cuenta. En este sentido, a mí, que acababa de separarme y envidiaba su éxito con las mujeres, me sorprendía su indiferencia al interés que despertaba. Parecía no que no fuese consciente de ello. Y no lo era. Su anhelo por conseguir llegar a realizar, por concebir, obtener y manipular imágenes era tan intenso que lo hacía absolutamente inmune a la seducción femenina. Finalmente el entusiasmo triunfó sobre la histeria del gerente y llegaron a un pacto: realizaría las producciones que vendiese. Y así empezó su carrera de realizador Joan Riedweg.

 

La película

En nuestro encuentro Joan me pasó Xtrems para que me la mirase. Su primera película como director junto con Abel Folk. Aquel fin de semana iba a Mallorca y solo pude visionarla en la pantalla del ordenador. Y después de verla respiré tranquilo. Porque, a pesar de las malas condiciones del visionado, la película me gustó. El temor a que el amigo reencontrado me decepcionase en su trabajo se desvaneció y dejó paso a la admiración. En el tiempo que hacía que no nos veíamos, lo que entonces despuntaba ahora era un hecho evidente: Joan se había convertido en un profesional de primera línea.

La segunda visualización de Xtrems en la pantalla grande de mi televisor todavía hizo que la valorase más. Cosas que se me habían escapado la primera vez ante la sorpresa del tratamiento, ahora las percibí y pude completar el puzzle de historias entrecruzadas de la narración. Xtrems representa una experiencia doble desde el punto de vista cinematográfico: a la osadía del planteamiento del proyecto hay que sumar el atrevimiento de la puesta en escena. Y creo que de ambas experiencias sale airosa la película. Xtrems es como una pieza de jazz, en donde la improvisación aparente es el resultado de horas y horas de experimentación previa. El jazzman lo hace con la música y su instrumento; Joan lo hace con las imágenes, la cámara y la mesa de montaje. Con un ritmo trepidante, casi de vídeo clip, Joan y Abel te cuentan cinco historias distintas que convergen cerca del final y que te relatan el drama que ha vivido cada uno de los personajes con las drogas. Y no solo lo ves a través de la recreación de las situaciones, sino que –y esto es lo más impresionante– las mismas personas que han vivido el drama te lo cuentan. Xtrems recrea unos hechos reales, los dramatiza y los ofrece al espectador como un film convencional, pero a la vez te hace vivir la experiencia de la amarga confesión de las víctimas. Es ficción y documento a la vez. Real e irreal se conjugan para acercar el espectador al drama de las drogadicciones. Y el resultado es una película excelente, impecable en la utilización del lenguaje y capaz de emocionar como ha de hacerlo una verdadera obra de arte.