Noticia de Son Bauló

Ya tengo el billete de vuelta a Barcelona y esto quiere decir que la mayor parte del verano ya ha pasado. Ha sido un verano plácido y suave, sin canículas prolongadas —que yo recuerde, tres días en julio y tres más en agosto— y con frecuentes vientos de componente norte que refrescaban el ambiente. De hecho, muchos días los celajes parecían más propios de primavera o de otoño que de verano.

Mirando fotografías encuentro las que hice al llegar el 22 de junio y me da la impresión de que fue la semana pasada. El tiempo me ha volado y, la verdad, no sé cómo, porque tengo la sensación que he hecho muy poca cosa. Quizás lo más importante es que he estado madurando la nueva novela, que gira alrededor de los molestos perros del vecino. La inspiración puede llegar de cualquier parte. No obstante, la idea inicial se ha transformado y lo que tenía que ser una escalada de violencia, se ha convertido en una novela psicológica al estilo Patricia Highsmith o David Foenkinos. Espero resolverla con el mismo acierto. Cuando regrese a casa, me podré en ello.

La fotografía que me recuerda el día que llegué y fuimos a cenar a El Refugio del Águila, un chiringuito perdido en la nada, es una puesta de sol, que, allá, entre la punta del Cap Blanc y la del Cap Roig, se produce por detrás del horizonte del mar. Una foto de postal, de aquellas que antes comprabas en la tienda de souvenirs con la frase “Recuerdo de Mallorca” impresa en letras blancas para que destacasen y que ahora te llevas en el móvil y compartes con las amistades para darles envidia.

Pero si prescindes de la poesía y el romanticismo tópicos, una puesta de sol no es nada más que el momento astronómico que marca el paso del día a la noche en unas determinadas coordenadas geográficas, el momento que señala el tránsito de la luz a las tinieblas. Quizás por eso, por esta función de frontera entre la claridad y la oscuridad nos fascina tanto y la cargamos de un significado trascendente que hace que contemplemos el fenómeno una y otra vez como si siempre fuese nuevo y sorprendente.

Me imagino que en tiempos remotos, al alba de la consciencia humana, se podía pensar que cada ocaso podía ser el definitivo, y que aquella luz cálida que procedía de un disco que se desplazaba por el firmamento de forma regular y misteriosa hasta ocultarse detrás del mar o las montañas, quizás ya no volvería a salir. Entonces le rogaban para que saliese de nuevo y les volviese a iluminar y calentar. Y cuando asomaba, ¡qué alegría!

Hoy los humanos sabemos el porqué del fenómeno y ya no rogamos al sol para que vuelva a salir al día siguiente. Pero los pájaros no, al menos los de Son Bauló, y cada mañana celebran el alba con un gorjeo ensordecedor que me acompaña un rato en el entresueño hasta que me desvela definitivamente y me saca de la cama sobre las siete de la mañana. Ya me he resignado a ello, incluso me gusta que me despierten los pájaros. Además, estas dos o tres horas de la mañana son las que aprovecho para trastear un poco por la finca. A partir de las diez, el calor ya se hace insoportable.

Antes soportaba mejor la temperatura y podía pasarme faenando hasta el mediodía sin que me sintiera fatigado. Ahora no puedo. Pronto siento que el calor que desprende la tierra me agobia, y desfallezco. El año pasado, que aún no tenía conciencia de esta limitación de la edad, en más de una ocasión estuve a punto de marearme. Entonces corría a la piscina y me sumergía en ella un rato. Pero el mal cuerpo me quedaba todo el día. A la tercera tomé buena nota y no volví a faenar a pleno sol.

Como decía, el tiempo pasa y no nos damos cuenta, nos pensamos que las fuerzas nos han de acompañar siempre en nuestro recorrido vital. Y no es así. ¡Qué pena! Me gustaría atesorar el vigor de la juventud y la sabiduría de los años. Pero parece que no es posible y, poco a poco, vamos haciendo renuncias. Me asusta el momento que éstas sean más importantes y definitivas que dejar de faenar las horas de sol o correr detrás del autobús que se va.