¿Quién no se ha interrogado nunca sobre la existencia de Dios? ¿Quién no ha articulado en alguna ocasión un pensamiento que dé continuidad a su yo después de la muerte? ¿Y el alma? ¿Somos una amalgama de cuerpo y alma; un cuerpo mortal y un alma inmortal que transitará feliz por los Campos Elíseos, el Cielo, el Nirvana o el Paraíso?
Debe de hacer cosa de un mes escribí una nota que contenía una reflexión ante una ceremonia funeraria cristiana a la que asistí (10/01/2020). Tras leerla, un amigo me recomendó un libro: Dios está en el cerebro, de Matthew Alper. Lo busqué y lo he leído.
Matthew Alper se presenta como un hombre preocupado desde muy joven por la idea de Dios, cuya insistente búsqueda lo conduce a una crisis nerviosa y a un internamiento de un año y medio en un sanatorio. Este hecho significa un cambio en el enfoque, pero no en la obsesión, y decide emprender de nuevo la búsqueda de Dios aplicando ahora el método científico. Como punto de partida se propone adquirir todo el conocimiento que tenemos en la actualidad sobre la naturaleza del Universo, la aparición de la vida sobre la Tierra y su evolución hasta llegar al Homo sapiens sapiens. Y he de decir que la síntesis que hace es clara y bien fundamentada, y me resultó interesante de repasar.
De todos sus estudios de Física, Química, Biología, Fisiología, Psicología, Bioquímica, etc., Alper saca una serie de conclusiones que le permiten plantear una hipótesis que queda resumida en el título del libro. Dios es una creación del cerebro humano.
Alper sostiene que, a lo largo del proceso evolutivo que llena el planeta de especies animales y vegetales, se llega a un ser con un cerebro tan desarrollado que es capaz de tener conciencia de sí mismo. Pero esta capacidad de conocimiento y reflexión sobre sí mismo y que es el gran rasgo distintivo sobre las demás especies animales, lo aboca a la primera gran crisis existencial al adquirir conciencia de su finitud como ser vivo. La muerte pasa a ser un factor de ansiedad que puede llegar a comprometer la supervivencia de este primitivo ser humano. Y para aplacar la ansiedad que le genera la desaparición del yo, empieza a elaborar estrategias. Es en este momento cuando se inicia el desarrollo de una conciencia espiritual que, al igual que las capacidades lingüística, matemática o musical, se hace un lugar en el cerebro humano y se transmite como una característica genética más de nuestra especie.
Por tanto, según Alper, los humanos estamos programados para la espiritualidad y por eso es un rasgo común en todas las culturas. Desde los primitivos enterramientos y santuarios paleolíticos a las religiones actuales hay subyacente la necesidad de encontrar una explicación tranquilizadora a nuestra desaparición. La dualidad cuerpo y alma, la vida eterna, la idea de una divinidad protectora que vela por nosotros, la resurrección, la reencarnación, el destino…, todos estos conceptos han sido elaborados y reelaborados por mentes humanas y transmitidos de generación en generación para combatir el miedo al gran misterio de la muerte.
La verdad es que al leer que la espiritualidad, la religiosidad y todo lo que les va asociado forma parte del genoma humano pensé que yo estaba mal programado y me preocupé. Pero el mismo autor me vino a rescatar al proponer en las últimas páginas del libro substituir los conceptos caducos de divinidades imaginarias y reglas morales poco respetuosas con la igualdad y la diversidad de los seres humanos por un humanismo laico, encaminado a potenciar todos aquellos valores que favorecen la convivencia en paz y harmonía y a combatir el egoísmo insolidario y predador. Abandonemos las fantasías, dice, asumamos lo que somos, máquinas biológicas, y trabajemos con el propósito de transmitir a las nuevas generaciones pautas de comportamiento social que reduzcan el sufrimiento que nos infligimos los unos a los otros.
Acabo con una cita de Sri Aurobindo, un hombre singular que vive entre los siglos XIX y XX, del que desconocía la existencia hasta que Alper lo menciona:
«La evolución de la conciencia es la principal evolución de la existencia terrestre… Un cambio de conciencia es la certeza más grande de la próxima transformación evolutiva.» (La evolución futura del hombre: la vida divina sobre la tierra)