Reflexiones psicoanalíticas

La herencia (1)

En la vida de una persona hay circunstancias y momentos que resultan decisivos a la hora de trazar su trayectoria, de configurar su personalidad, en definitiva, de ser quien es. La primera es incuestionable y ajena a uno mismo: los padres. La herencia genética y cultural de las dos personas que constituyen tus primeros referentes humanos es importantísima y sobre ella se sustentan las posteriores incidencias que afectan tu vida desde el punto de vista físico y de aprendizaje. De ellos recibes una herencia que te conforma y que, te guste o no, tienes que aceptar, y de su mano inicias el camino hacia la socialización siguiendo unas pautas que, en este aspecto sí, más adelante podrás modificar y reconducir con tus propias decisiones, pero que sin duda dejarán un poso que siempre te acompañará, ya sea positivamente, en forma de estímulo y confortación, o negativamente, como un lastre pesado y atormentador.

A medida que me he ido haciendo mayor, cada vez con más frecuencia me he sorprendido meditando hasta qué punto mis padres han influido en mi trayectoria vital y hasta dónde llega mi responsabilidad en el establecimiento de los límites que comportan tota la serie de renuncias a las que la vida nos aboca, sobre todo si tu infancia y juventud han sido propensas a la ensoñación. Y no es que quiera hacerlos responsables de nada de una forma directa, sino que lo que pretendo —aunque no sé muy bien que es lo que pretendo— es descubrir qué he tenido que asumir de herencia, qué he tenido que reconducir y qué ha dimanado de mí a fin de liberarme de la culpa o atribuirme el acierto, depende del día, de estar donde estoy.

La imagen de un padre geniudo y autoritario la construí en la adolescencia con la colaboración de una madre sometida a control económico y que, en su papel de víctima, no renunciaba a la lucha por la liberación, o cuanto menos, por el desgaste del tirano. Consciente de su debilidad a causa de la dependencia económica que tácitamente aceptó al convertirse en ama de casa, su lucha consistió en ganarse a los hijos para su causa arteramente y poniendo en juego una habilidad para tergiversar la verdad que no he descubierto hasta muchos años más tarde, cuando ella ya estaba en una residencia de ancianos y yo tenía que enterarme de los embrollos que protagonizaba con sus mentiras en el despacho de dirección.

Este descubrimiento, además de causarme un profundo dolor y desconcierto, me condujo a plantearme hasta qué punto había sido manipulado, y que la distribución de simpatías y antipatías que había establecido en mi juventud en función de su relato quizás era equivocada. Y durante unos días me atormentó la preocupación de haber sido injusto en el juicio sobre personas que había conocido sobre todo a través de ella, mi padre incluido. También me di cuenta en dónde enraizaba un comportamiento mío que me desagradaba y que, desde el momento en que fui consciente de él, he intentado combatir con firmeza y humildad. Porque no puede haber dignidad donde hay deslealtad y envidiosa descalificación, ni es recomendable construir una realidad a partir de estrategias para ignorar tus limitaciones. Ponerse vendas en los ojos solo te acabará conduciendo, en el mejor de los casos, al diván del psiquiatra. Ahora, a sus noventa y seis años, estoy convencido de que mi madre debería de haber realizado algún tipo de terapia que la ayudase a esclarecer algunas cosas de su personalidad que se han traducido en comportamientos que la han perjudicado, a ella y a los que la rodeábamos. Pero por aquel entonces no se estilaba ir al psiquiatra, como tampoco se estilaba separarse de un marido dominador.