Momentos

El otro día, mientras esperaba Joan de Déu sentado en un banco delante del Mercat del Ninot, vi pasar a una muchacha, casi una niña todavia, que me precipitó hacia pensamientos profundos. Debía de tener dieciséis o diecisiete años, era rubia, de formas agradablemente llenas y vestía una camiseta corta ajustada al cuerpo y unos shorts de ropa vaquera tan recortados que justo le cubrían las nalgas, firmes y redondas. Pero lo que me llamó más la atención y que aún no había visto nunca por la calle era que las costuras de los pantaloncitos estaban descosidas, como si hubiesen reventado por la presión insoportable de los glúteos, y mostraban una porción más de los muslos, dorados por el sol y de una solidez juvenil envidiable.

Dos viejos —más viejos que yo quiero decir— que estaban en un banco cercano la miraron pasar y sus rostros cansados e indiferentes se buscaron y, a continuación, empezaron a hablar. A mí, mientras se alejaba con un trote ágil, solo se me ocurrió preguntarle: ¿Ya sabes por qué vas así vestida, guapa? Porque es la moda. Porque fulanita —una cantante famosa— también viste así. Porque me siento bonita y provocativa. Muy bien, ya te vas acercando. Porque me gusta que me miren. ¿Quién te gusta que te mire? ¿Estos abuelos del banco? ¡Uf, no! ¿Quién entonces? Los chicos. Muy bien. Ahí quería llegar. ¿Está mal que me guste que me miren los chicos? ¡No, que va! Es lo más natural del mundo. De hecho, si estás aquí, en este bonito planeta azul, es precisamente para esto para que te gusten los chicos, elijas uno, o dos, o quizás alguno más y todo, y tengáis hijos. Pero no muchos, porque ya somos demasiados.

Este es el diálogo que me imaginé mientras la veía alejarse, toda instinto. Y me pregunté qué sería de ella, qué sería de aquella criatura inocente que se libraba tan pronto al clamor de la vida en una sociedad tan farisaica y extraviada como la nuestra, incapaz de aceptar que si estamos aquí es precisamente para llevar a cabo una misión tan simple como ésta: reproducirnos. Y que si la evolución nos ha dotado de inteligencia ha sido para garantizar nuestra supervivencia como especie y no para aplicarla a mortificarnos y exterminarnos, para, finalmente, en una sublime muestra de estupidez, mandarlo todo a la mierda.

Y en este punto ligué la historia de la niña con la del hermano de Isabel y los rastros de plástico que han encontrado en su orina y que encontrarían en la de todos si nos la analizasen, y también con la mala calidad de nuestro esperma, cada vez más exánime por el estilo de vida moderna, basado en el éxito y el consumo, los cuales nos empujan a una lucha que nos ofusca y nos estresa. Hemos perdido la inocencia de la desnudez primitiva y vivimos instalados en la perversidad más absoluta, regidos por el triunfo de la mentira.

No durará mucho la alegría de esta pobre criatura en un mundo lleno de enfermos y fieras. Pronto será carne devorada, concluí, pesimista.

Entonces llegó Joan de Déu y nos fuimos a tomar una cerveza.