Recordatorio

Mi madre ha muerto. El sábado. En la residencia. Me llamaron para decírmelo. Yo estaba en Mallorca y no pudo esperarme. Su cuerpo cansado y su espíritu vencido por este largo confinamiento traspasaron el umbral de un mundo a otro en la quietud y el silencio de la noche en toque de queda. Ha abandonado la lucha y lo ha hecho como una ganadora, del tiempo y la esperanza, de la voluntad y la alegría. Como todos, persiguió la felicidad y la encontró como es: ilusionante y escurridiza; la encontró en la infancia en Gràcia y en Gerona, en la Escola del Bosc, de la que fue alumna, paseando con las amigas, en el puesto del mercado de Sant Antoni, en el marido, en los hijos, en los nietos y biznietos. Porque de todo la proveyó una larga vida. 

Yo la recuerdo a los 33 años, cuando la miré con mi primera consciencia y le pregunté cuántos años tenía. Era guapa y a menudo cantaba mientras limpiaba la casa o trajinaba en la cocina. Una cocina pequeña, con unos fogones de leña y un lavadero donde, los sábados, nos lavábamos toda la familia. Liego, mi padre puso una ducha en el cubículo del váter, que estaba en la galería. Era enérgica y decidida, y una gran trabajadora, nunca estaba quieta, y cuando lo hacía, era porque estaba enferma. Entonces yo, un niño, sufría. Momentos de tierna inocencia en los que la figura de la madre lo es todo en la vida.

Después las cosas cambian; de hecho, eres tú quien cambia, no ella, ella sigue siendo la madre y lo será para siempre, hasta que expires el postrer aliento. Y durante este proceso, tú, el hijo, te sumerges en la vida y te distancias; el vínculo hacia ella se debilita porque te lanzas a crear otros que te proyectan hacia el futuro. Pero tú sigues siendo el suyo, de futuro, su gran apuesta, y nunca te abandona, siempre está allí para ayudarte a empujar tu carga, que también es la suya. El cordón se ha hecho invisible pero sigue uniéndoos.

Ahora no está, pero me siento igualmente unido a ella a través del recuerdo. Su ausencia es física pero no mental, sigue ejerciendo su influencia confortadora de cuando la necesitaba. Ya no la necesito; hizo bien su trabajo y construyó un ente autónomo. Me inculcó e hizo comprender el valor del orden y la higiene, de la alimentación sana y bien cocinada, de la paciencia, de la honestidad y la sencillez, del trabajo constante y con voluntad de aprender y mejorar; me enseñó a respetar y a ser digno en la humildad, a sustentar el justo orgullo de ser quien eres y no ser otro, a ella debo el agradecimiento de la vida y de su configuración tal como la vivo.

Descanse en paz. Lo necesita. La senilidad extrema no es ningún bien, sino una condena. Ahora esta condena le había caído encima implacable y estaba al inicio de una dependencia que, pundonorosa como era, la habría hecho sufrir con desmesura.

Vicenta Roig Ciprià 16/05/1922 - 07/11/2020